Todo comenzó en un triste bar, con una atmósfera íntima , que favorecía a los parroquianos. Oscar y sus amigos habían comenzado la noche hablando de anécdotas grotescas y despistes raros. Lucy contó que una tarde, su madre estaba viendo una película cuando en una escena comenzó a llover y ella se levantó como un resorte del sofá corriendo a quitar la ropa del tendedero. Juan recordó un día que, distraído, mordió la botella de cristal del refresco que sujetaba con su mano izquierda en lugar del bocadillo que tenía en la derecha. Uno de sus incisivos aún conservaba la fisura.
La noche avanzaba entre botanas y vasos vacíos con saldos de espuma. La conversación dio un giro macabro cuando Oscar sacó uno de sus temas predilectos: el de la ultratumba.
- ¿No han oído la historia esa de un funeral en el que sonó un teléfono celular dentro del ataúd? Es genial. Al parecer le dejaron al muerto el móvil encendido dentro de la chaqueta y cerraron la tapa, lo olvidaron allí...
- Eso es una tonta leyenda urbana, no inventes - dijo Jimena-. Igual que la del hombre que visitó un cementerio por la noche y le dio un infarto del susto que se llevó al enganchársele la gabardina en una rama que sobresalía del suelo. Son historias que se propagan de boca en boca. Siempre se cuentan diciendo que le
sucedieron a un amigo de un amigo, pero nadie las vive en carne propia.
- Bueno, ¿qué importa? -replicó Oscar-. En el fondo, lo que vale es que sean buenas historias. Todos podemos inventar una leyenda de esas y hacérsela creer a alguien.
Además, tampoco es imposible que ocurran. Imagínate, por ejemplo, que se entierra a un tipo con el celular encendido y recibe llamadas hasta que se acaba la batería...
Pues les juro que esto le pasó a un familiar lejano mío...
Con un movimiento que recordaba al de una gata en celo, Jimena se agarró al brazo de Oscar entre una risita nerviosa pidió que no la asustaran mas, pero eso alentó
aún más a Oscar para seguir con su historia.
- Que sí, de verdad... Y cuentan en el pueblo que el sonido despertaba a los cadáveres vecinos y aterrorizaba a los paseantes solitarios...
Oscar no pudo contener un brote de risa. Hizo una pausa y tomó su cerveza. La mirada sarcástica de sus ojos permitía adivinar una mente funcionando a toda máquina para combinar retazos de realidad y absurdo en busca de alguna ocurrencia que enardeciese la morbosa reacción de Jimena. Antes de que la hallara, sin embargo, Ramón quiso desviar la conversación hacia los dominios de lo asqueroso y, con su procacidad habitual, sacó a colación las historias de los cuerpos extraños que algunos médicos extraen del esfínter de sus pacientes. Pero lo que más hilaridad produjo fue su referencia a la broma que algunos gastan a sus amigos enviándoles un mensaje de texto como el siguiente: “Hemos instalado en su móvil un aviso de llamada mediante vibrador. Introdúzcaselo en el ano y le estaremos marcando toda la noche”.
De repente, y cuando se apagaba la breve carcajada colectiva que la intervención de Ramón había provocado, todos advirtieron que César llevaba largo rato sin hablar y
su semblante estaba tan blanco como hoja de papel. Se había echado hacia atrás. Parecía escondido. Jimena le preguntó si se encontraba mal. Él se acercó a la mesa y
apoyó sus codos en las rodillas:
- Estoy bien. Es que me han hecho recordar una cosa bastante desagradable..., algo que me ocurrió hace tres años. No me gustaría hacer bromas con ello. Nunca se lo he
contado a nadie.
La penumbra que César había creado en unos pocos segundos suscitó en sus amigos una mezcla de preocupación y curiosidad. Lucy, muy seria, le dijo que si lo contaba tal
vez se desahogaría y se sentiría mejor. Ramón propuso pedir otra ronda. César hizo un esfuerzo y, pensó un instante antes de comenzar a hablar. Todos se inclinaron hacia delante y prestaron una atención sincera a sus palabras.
- No, yo no quiero más cerveza... El caso es que... una mañana, en las prácticas de anatomía, estábamos haciendo unas disecciones y empezó a sonar un teléfono móvil. El
maestro levantó la vista del cadáver y con una mirada de reprobación recorrió el grupo que formábamos alrededor de la mesa. Algunos nos palpamos los bolsillos para comprobar que no llevábamos móvil. Otros sacaron sus teléfonos, pero ninguno de ellos estaba encendido. Sin embargo, el timbre seguía sonando. Por un momento pensamos que el que se escuchaba era el celular del maestro y algunos lo miramos. Él, sin decir palabra, hizo un gesto separando las manos como dando a entender que ni siquiera llevaba celular...
- ¡Jaja no me digas! Interrumpió Ramón. ¡A que el celular era del muerto!
César suspiró y le miró de reojo.
- Ya sé que es obvio, pero yo no lo pasé nada bien. El sonido era cada vez más alto, y no colgaban. Un compañero sugirió que el teléfono podría estar en algún armario o en alguna parte del laboratorio, pero era evidente que el sonido procedía de allí mismo, de donde estábamos agrupados en torno a la mesa de disección... Desde luego, el único que de ninguna manera podía tener un celular era el cadáver..., aunque a Ramón ahora le parezca una posibilidad muy clara.
»Todos estábamos perplejos. El sonido era sordo, como si saliera de algún agujero oculto que lo comprimía. El profesor comenzó a palpar el cadáver. Presionó la parte baja del abdomen y el sonido cambió de tono... Recuerdo perfectamente la cara del maestro transformada por el asombro, y el paso atrás que dieron algunos de mis compañeros. Estábamos muy asustados. Nos sabíamos qué hacer.
»Muy callado, el profesor continuó palpando aquella zona del cadáver. Sólo habló para decir que notaba una especie de temblor tenue... Y lo que todos temíamos se convirtió en realidad. Después de presionar el pubis, introdujo los dedos índice y corazón en el ano del cadáver y nos miró con la frente cubierta de sudor, con un gesto de satisfacción y escalofrío. El celular estaba en el recto del cadáver.
Ramón no pudo evitar la carcajada y contagió a Jimena y Oscar. Lanzándoles una mirada fugaz de reproche, César siguió, serio y pálido:
- El maestro hizo una incisión en el perineo y extrajo un teléfono pequeño, cubierto de adherencias purulentas y restos de excrementos resecos. Desde entonces tengo metido en la nariz un olor ácido de formol y carne putrefacta... Por fin el timbre dejó de sonar y en ese momento fue como si escucháramos un silencio angustioso. Yo creo que fue eso lo que nos hizo caer en la cuenta de la situación tan estrafalaria y asquerosa en la que nos encontrábamos. Un compañero se mareó, y el silencio lo rompieron las náuseas de una chica y la risa nerviosa de otro compañero... Yo recuerdo que sólo me preguntaba cómo no se había consumido la batería del celular en las dos o tres semanas que el cadáver llevaba almacenado allí.
»Como si él mismo no supiera de qué manera salir de aquella situación ridícula, el maestro limpió un poco el aparato y lo miró con cara de bobo. Hicimos coro alrededor suyo y pudimos ver que en la pantalla se anunciaban cuarenta y tres llamadas perdidas. El profesor pulsó instintivamente el botón de OK. Apareció la notificación de “un nuevo número”... Todas las llamadas correspondían a un mismo número...
César hizo una extraña pausa. Agarró la cáscara de un cacahuete y la aplastó entre sus dedos mientras miraba al centro de la mesa con los ojos como platos y un gesto de vacilación evidente. Sus amigos callaban y se miraban unos a otros. Lucy echó un trago. Sin que nadie dijera nada, César continuó:
- Las señales del pánico que me estaba invadiendo eran muy claras, pero todos las atribuyeron a lo escabroso de la situación... Les juro que sentí como si el universo entero se derrumbara dentro de mi cuerpo cuando comprobé que en la pantalla aparecía mi número de teléfono...
Las risas se habían esfumado. Oscar se atrevió a insinuar que quizá César se hallara tan impresionado que, bajo los efectos de la sugestión, se equivocase al leer el número.
- No reaccionó César. Me aseguré. Pestañeé fuerte varias veces y el número seguía allí, en medio de la mano enguantada del profesor. No sé cuántos segundos duró aquel tormento. Sólo recuerdo que el maestro apagó el celular y lo dejó en una bolsita de plástico.
Oscar emitió un soplido que expresaba una mezcla de susto e incredulidad. Los demás tenían su mirada fija en César, quien siguió hablando algo más tranquilo después de recorrer con la mirada la mesa:
- Aquella noche apenas dormí. A pesar de que me había apresurado a dar de baja mi número de teléfono y hasta había quitado el chip del aparato, cada poco me despertaba la melodía de mi celular y tardaba unos segundos atroces en darme cuenta de que el sonido procedía de una pesadilla. Al día siguiente tiré también el aparato. Lo dejé en un contenedor que había al lado de la puerta trasera de la facultad. No quise tirarlo a la basura en mi casa.
Oscar le preguntó si ahí terminaba la historia. Los demás movían su mirada entre Oscar y César como reconociendo la insatisfacción del primero. César se echó hacia atrás en su asiento:
- ¿Les parece poco...? Desde entonces raramente utilizo el celular. Conservo uno que me regalaron mis padres las navidades siguientes, pero apenas lo uso. Lo conservo porque fue un regalo.
La conversación se congeló. Intentando reanimarla, Ramón insistió en la posibilidad de que todo hubiera sido un efecto del miedo generado por la situación. César se obstinaba en negarlo:
- ¡Te digo que no, carajo! Estoy completamente seguro. Recuerdo perfectamente el número: 9991739582.
Tímidamente, los demás daban la razón a Oscar y Ramón, aunque sus gestos revelaban una especie de congoja mal asimilada. César había comenzado a recobrar el color de
su rostro y propuso pedir la cuenta.
Entonces, como un latigazo, comenzó a sonar la melodía de un teléfono celular, una de esas melodías estúpidas y estridentes.
Todos volvieron a clavar su mirada en César. Era el suyo, el que le habían regalado sus padres aquella navidad. César tragó saliva, lo sacó del bolsillo con manos temblorosas y, cuando echó un vistazo la pantalla antes de contestar, lo soltó como si fuera un hierro candente.
El aparato rebotó en la mesa y, sobre el suelo, se movía como una enorme mosca moribunda por efecto del vibrador. César palideció. El hilillo de un vómito apenas abortado le asomó por la comisura de la boca. Se agarró y su rostro se contrajo en un gesto de pánico profundo, cruel. Sus ojos se abrieron vacíos como si hubiera visto a un fantasma.
Lucy le puso la mano sobre la nuca y le dijo a Jimena que pidiera un vaso con agua. Oscar recogió el teléfono y miró la pantalla. Se quedó petrificado, en pie, sin apartar la vista. Ramón, Jimena y Lucy se acercaron a él. Parpadeando sobre el fondo de una luz verde fosforescente como la de un fuego fatuo, todos pudieron ver el número 9991739582.
Un leve hedor ácido se sobrepuso al aroma tostado de la cerveza.
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